Sus dedos inertes descansaron por unos momentos sobre el teclado, intentando dar sentido a las palabras que difícilmente encontraba, ya que su mente ausente se hallaba a unos simples kilómetros de allí.
Debía dar los últimos toques a la presentación que días más tarde tendría lugar en el trabajo, sin embargo en aquel momento, se sabía incapaz.
Dejó su mirada vagar por la estancia, silencio, bendito silencio. Rara vez se encontraba así, envuelto en aquella paz sumamente agradable, aún más por ser tan escasa.
Los niños siempre revoloteaban por allí, gritando, peleándose, jugando a cualquier cosa acompañados de sus carcajadas contagiosas…
Una sonrisa se dibujó en los labios masculinos al pensar en sus hijos.
Adela estaría ausente durante tres días ya que había ido a visitar a sus padres en la costa y se había llevado a los pequeños diablillos; él, a causa del trabajo no pudo acompañarles y ahora egoístamente se alegraba.
El hondo suspiro que agitó su cuerpo le hizo volver a la realidad. Miró la pantalla de su ordenador y dejó escapar un gemido hastiado. Aquello no estaba funcionando.
Su mente seguía allí, en la lejanía, a unos minutos de su casa con ella.
Sin desearlo ni buscarlo, el rostro femenino, aquel rostro dueño de mil expresiones, saltó indiscreto en el santuario de su memoria. No quería y mucho menos deseaba confesárselo, pero se daba cuenta de que hacia ya varios meses, aquella sonrisa tan propensa a aparecer por cualquier motivo, le perseguía constantemente.
Adela, su esposa desde hacia siete años, no se lo merecía y por otra parte, ¿merecía él haber sido atrapado por un embarazo no buscado y menos deseado?
No quería hablar con su otro yo, pues sabía muy bien que éste tan sólo repetiría lo que él no deseaba confesarse ni así mismo, por el bien de su matrimonio…
Su otro yo, indiscreto y horriblemente sincero le diría que…
… ella le alegraba el día tan sólo abriendo la puerta.
Le diría que su voz tranquila y profunda resbalaba por su cuerpo y mente como una deliciosa caricia.
Le diría que hacerla reír se había convertido en su meta cada vez que se veían.
… que contaba los segundos hasta volverla a ver.
Le diría que resbalar su mirada por el discreto escote femenino le aportaba más placer que las íntimas caricias de su mujer.
Le diría que se quedaba embelesado mirando sus labios carnosos.
Le diría que aquellos ojos verdes de mirada profunda le hacía parpadear con un agradable temor.
… que estaba loco por el mero deseo de anhelar querer perderse en la boca femenina.
El amor a sus hijos le había dado la fortaleza de crear una máscara en la que se refugiaba cuando estaba ante ella. Hablaba de su esposa constantemente sólo con el deseo de recordarse a sí mismo que era un hombre casado y, que aquella mujer era un sueño prohibido que jamás se convertiría en realidad.
¿Cuántas máscaras había usado ya? ¿Cuánta más debería crear? ¿Cuántas hay?